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Dios es más que nuestra culpa

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04/07/2024 – Muchos son los signos y milagros que se narran de Jesús en los evangelios. Como este que escuchamos en la lectura de hoy, la curación del paralítico de Mateo (9,1-8).


Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad. Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados”.Algunos escribas pensaron: “Este hombre blasfema”.Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: “¿Por qué piensan mal?¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o ‘Levántate y camina’? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. El se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres.
San Mateo 9,1-8

Jesús aparece curando a un paralítico y lo hace de una manera sorprendente, perdonando su pecado.
Cuando uno revisa su propia vida, se da cuenta que muchas veces lo que nos frena es el sentimiento de culpa con el que convivimos. Se mezclan en nosotros los autoreproches, con la falta de valoración personal, heridas, errores, sumado a los sentimientos de fracaso, llevándonos a una zona de neblina que no nos deja avanzar en el camino.

Cuando la culpa se instala y ésta va de la mano de un deber ser, debemos intentar modificar esta situación sacando del medio los mandatos demasiado pesados y avanzar poniendo lo mejor de nosotros mismos.

La culpa no tiene la última palabra, tus heridas no tienen la última palabra. La última palabra la tiene Jesús. Pero hay que dejarlo entrar.

El síndrome del living. “Pasá, Jesús… hasta ahí”

“Mira que estoy a la puerta y llamo. Si me abres, entraré en tu casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 20). ¿Quién no se ha imaginado alguna vez una cena con Jesús? Más allá de la misa, claro. Hablo de verlo, de escucharlo, de estar con él compartiendo la vida. Hoy te propongo este ejercicio: imagínate al Señor visitando tu casa. Parece algo maravilloso, ¿no? Seguramente lo sea, pero hay un pequeño detalle.
Si hacés memoria, muchos de nosotros tenemos en nuestros hogares un living, una sala de estar donde recibimos gente. Generalmente ese es un lugar inmaculado, limpio, ordenado. Claro, queremos causar buena impresión. Bueno, Jesús llegó:

¡Señor, qué alegría tu visita! ¿Querés tomar un mate, un café? ¡Ponete cómodo! Estás en tu casa.
Y Jesús pasa. Se van poniendo al día, charla de amigos, risas y hasta chistes. Pero, en un momento, el Señor se levanta y se dirige a ese lugar. Sí, a ese que tenemos todos. Puede variar el nombre, puede variar el lugar, pero todos tenemos ese “sucucho”, ese galpón, ese cuarto donde guardamos todo lo que no sirve: desde el medio litro de pintura blanca, pasando por el pedazo de hélice de ventilador, todo. Se te acelera el corazón por el desorden que Jesús va a encontrar y de repente, él se queda frente a la puerta.

Quiero entrar acá.

Pero, Señor. Está desordenado, no hay nada interesante ahí. Además tiene llave…

Ah, yo la tengo. Pero dejame entrar.

Pero, Señor. ¡Está oscuro! Se quemó la lamparita y nunca la cambié.

Yo soy la luz del mundo.

Es que… hay olor a humedad y encierro.

Yo traigo el soplo del Espíritu.
Hasta que en un momento, respiramos profundo y nos animamos:

Tengo miedo, tengo vergüenza, ni yo sé qué vas encontrar.

Bueno, entremos juntos. Dejame acompañarte, dejá que te ayude a limpiar.
No sé si te diste cuenta, pero la casa es tu corazón, tu vida, tu historia. Y ese “sucucho” es el ese lugar al que todavía no dejaste entrar a Dios. Todo un desafío, pero nadie te dijo que tenías que entrar en soledad. Con Jesús, la cosa cambia.
¿Hasta dónde entró Jesús en tu vida? No lo dejes en el living.
Pensá también en todas esas personas que te han acercado a Jesús, aquellos que han sido instrumentos del amor de Dios. Los que te han sostenido y acompañado, los que te compartieron la fe. Da gracias y anímate a hacer lo mismo que hicieron con vos.

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Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad. Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados”.Algunos escribas pensaron: “Este hombre blasfema”.Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: “¿Por qué piensan mal?¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o ‘Levántate y camina’? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. El se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres.
San Mateo 9,1-8

Jesús aparece curando a un paralítico y lo hace de una manera sorprendente, perdonando su pecado.
Cuando uno revisa su propia vida, se da cuenta que muchas veces lo que nos frena es el sentimiento de culpa con el que convivimos. Se mezclan en nosotros los autoreproches, con la falta de valoración personal, heridas, errores, sumado a los sentimientos de fracaso, llevándonos a una zona de neblina que no nos deja avanzar en el camino.

Cuando la culpa se instala y ésta va de la mano de un deber ser, debemos intentar modificar esta situación sacando del medio los mandatos demasiado pesados y avanzar poniendo lo mejor de nosotros mismos.

La culpa no tiene la última palabra, tus heridas no tienen la última palabra. La última palabra la tiene Jesús. Pero hay que dejarlo entrar.

El síndrome del living. “Pasá, Jesús… hasta ahí”

“Mira que estoy a la puerta y llamo. Si me abres, entraré en tu casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 20). ¿Quién no se ha imaginado alguna vez una cena con Jesús? Más allá de la misa, claro. Hablo de verlo, de escucharlo, de estar con él compartiendo la vida. Hoy te propongo este ejercicio: imagínate al Señor visitando tu casa. Parece algo maravilloso, ¿no? Seguramente lo sea, pero hay un pequeño detalle.
Si hacés memoria, muchos de nosotros tenemos en nuestros hogares un living, una sala de estar donde recibimos gente. Generalmente ese es un lugar inmaculado, limpio, ordenado. Claro, queremos causar buena impresión. Bueno, Jesús llegó:

¡Señor, qué alegría tu visita! ¿Querés tomar un mate, un café? ¡Ponete cómodo! Estás en tu casa.
Y Jesús pasa. Se van poniendo al día, charla de amigos, risas y hasta chistes. Pero, en un momento, el Señor se levanta y se dirige a ese lugar. Sí, a ese que tenemos todos. Puede variar el nombre, puede variar el lugar, pero todos tenemos ese “sucucho”, ese galpón, ese cuarto donde guardamos todo lo que no sirve: desde el medio litro de pintura blanca, pasando por el pedazo de hélice de ventilador, todo. Se te acelera el corazón por el desorden que Jesús va a encontrar y de repente, él se queda frente a la puerta.

Quiero entrar acá.

Pero, Señor. Está desordenado, no hay nada interesante ahí. Además tiene llave…

Ah, yo la tengo. Pero dejame entrar.

Pero, Señor. ¡Está oscuro! Se quemó la lamparita y nunca la cambié.

Yo soy la luz del mundo.

Es que… hay olor a humedad y encierro.

Yo traigo el soplo del Espíritu.
Hasta que en un momento, respiramos profundo y nos animamos:

Tengo miedo, tengo vergüenza, ni yo sé qué vas encontrar.

Bueno, entremos juntos. Dejame acompañarte, dejá que te ayude a limpiar.
No sé si te diste cuenta, pero la casa es tu corazón, tu vida, tu historia. Y ese “sucucho” es el ese lugar al que todavía no dejaste entrar a Dios. Todo un desafío, pero nadie te dijo que tenías que entrar en soledad. Con Jesús, la cosa cambia.
¿Hasta dónde entró Jesús en tu vida? No lo dejes en el living.
Pensá también en todas esas personas que te han acercado a Jesús, aquellos que han sido instrumentos del amor de Dios. Los que te han sostenido y acompañado, los que te compartieron la fe. Da gracias y anímate a hacer lo mismo que hicieron con vos.

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