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569. La creación Kogui (Colombia)

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Juan David Betancur
elnarrodororal@gmail.com
Hoy tenemos un mito Kogui de la sierra nevada de santa marta en Colombia.

Había una vez, en un universo lejano, un mundo con la forma de un huevo gigantesco, colocado con la punta hacia arriba. Dentro de este huevo cósmico, existían nueve tierras dispuestas como platos redondos, uno sobre el otro, en una columna que se extendía desde las profundidades oscuras hasta las alturas luminosas.

Y todo comenzó de esta manera

En el vacío primordial, solo existía el mar, una extensión infinita de agua y oscuridad. No había luz ni vida, solo la presencia omnipresente de la Madre, Gaulchováng, la esencia de todo lo que estaba por venir. Ella no era tangible, sino alúna: espíritu y pensamiento, la memoria del universo aún no nacido.

Desde esta soledad, la Madre dio inicio a la creación. Las tierras y los mundos comenzaron a formarse, ascendiendo uno tras otro hasta llegar a nuestro mundo actual. Eran nueve en total, cada uno un paso en la evolución del cosmos. En el primero, la Madre y el Padre, Se-ne-nuláng y Katakéne-ne-nuláng, existían como alúna, junto a su hijo Búnkua-sé, seres de pura intención y conciencia.

El segundo mundo vio la aparición de un Padre tigre, una entidad de fuerza y misterio, pero aún sin forma física. En el tercero, la gente comenzó a emerger, seres blandos y sin estructura, como gusanos y lombrices, nacidos directamente de la Madre.

El cuarto mundo trajo consciencia de la forma humana. Sáyagaueya-yumang, Disi-se-yun-taná y Sai-taná, junto a la Madre Auine-nuláng, contemplaron la futura humanidad con cuerpo, piernas, brazos y cabeza. Fue un presagio de lo que estaba por venir.

En el quinto mundo, la primera casa fue concebida en alúna, un hogar espiritual para Kashindúkua, Noána-sé y Námaku. Aunque incompletos, sin orejas, ojos ni narices, estos seres hablaron por primera vez, aunque solo podían pronunciar “sai-sai-sai”, una expresión de la noche que aún los rodeaba.

El sexto mundo fue testigo del nacimiento de los Dueños del Mundo, primero dos: el Búnkua-sé Azul y el Búnkua-sé Negro, que dividieron el mundo en dos realidades paralelas, cada una con nueve Búnkua-sé, custodios de la creación.

El séptimo mundo trajo la sangre y más vida, aunque todavía faltaba fuerza y estructura. El octavo mundo fue el escenario del nacimiento de los treinta y seis Padres y Dueños del Mundo, seres poderosos como Seihukúkui y Seyánkua, que comenzaron a dar forma al orden del universo.

Finalmente, en el noveno mundo, los Búnkua-sé Blancos encontraron un gran árbol y construyeron Alnáua, una casa celestial sobre el mar. Aunque la tierra aún no existía y el amanecer estaba por llegar, la creación estaba casi completa, esperando el momento de florecer en toda su plenitud.

El huevo del universo era sostenido por dos largas vigas que descansaban sobre los hombros de cuatro hombres inmortales: Sintána y Namsíku en el Este, Nandú e Ibáui en el Oeste. Estos guardianes eternos, con la fuerza de los titanes, mantenían el equilibrio del mundo, mientras la Madre, sentada sobre una piedra flotante en el agua primordial, los cuidaba con devoción, alimentándolos y consolándolos para que nunca flaquearan.

Cada tierra tenía su propia Madre, su sol, su luna y sus estrellas, y en cada una habitaban seres únicos. Los gigantes moraban en la cima del universo, mientras que los enanos, los Noanayómang, se ocultaban en las profundidades, gobernados por Haba Núbia, su Madre protectora.

El sol de la tierra más alta, una vez cruel y ardiente, fue domado y colocado por Sintána en su posición actual, donde permanece inmóvil, eternamente en el momento de las nueve de la mañana. Para marcar el paso del día, un pájaro mágico canta al amanecer, anunciando el inicio de un nuevo ciclo.

En tiempos antiguos, los habitantes de Senenúmaya

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Y todo comenzó de esta manera

En el vacío primordial, solo existía el mar, una extensión infinita de agua y oscuridad. No había luz ni vida, solo la presencia omnipresente de la Madre, Gaulchováng, la esencia de todo lo que estaba por venir. Ella no era tangible, sino alúna: espíritu y pensamiento, la memoria del universo aún no nacido.

Desde esta soledad, la Madre dio inicio a la creación. Las tierras y los mundos comenzaron a formarse, ascendiendo uno tras otro hasta llegar a nuestro mundo actual. Eran nueve en total, cada uno un paso en la evolución del cosmos. En el primero, la Madre y el Padre, Se-ne-nuláng y Katakéne-ne-nuláng, existían como alúna, junto a su hijo Búnkua-sé, seres de pura intención y conciencia.

El segundo mundo vio la aparición de un Padre tigre, una entidad de fuerza y misterio, pero aún sin forma física. En el tercero, la gente comenzó a emerger, seres blandos y sin estructura, como gusanos y lombrices, nacidos directamente de la Madre.

El cuarto mundo trajo consciencia de la forma humana. Sáyagaueya-yumang, Disi-se-yun-taná y Sai-taná, junto a la Madre Auine-nuláng, contemplaron la futura humanidad con cuerpo, piernas, brazos y cabeza. Fue un presagio de lo que estaba por venir.

En el quinto mundo, la primera casa fue concebida en alúna, un hogar espiritual para Kashindúkua, Noána-sé y Námaku. Aunque incompletos, sin orejas, ojos ni narices, estos seres hablaron por primera vez, aunque solo podían pronunciar “sai-sai-sai”, una expresión de la noche que aún los rodeaba.

El sexto mundo fue testigo del nacimiento de los Dueños del Mundo, primero dos: el Búnkua-sé Azul y el Búnkua-sé Negro, que dividieron el mundo en dos realidades paralelas, cada una con nueve Búnkua-sé, custodios de la creación.

El séptimo mundo trajo la sangre y más vida, aunque todavía faltaba fuerza y estructura. El octavo mundo fue el escenario del nacimiento de los treinta y seis Padres y Dueños del Mundo, seres poderosos como Seihukúkui y Seyánkua, que comenzaron a dar forma al orden del universo.

Finalmente, en el noveno mundo, los Búnkua-sé Blancos encontraron un gran árbol y construyeron Alnáua, una casa celestial sobre el mar. Aunque la tierra aún no existía y el amanecer estaba por llegar, la creación estaba casi completa, esperando el momento de florecer en toda su plenitud.

El huevo del universo era sostenido por dos largas vigas que descansaban sobre los hombros de cuatro hombres inmortales: Sintána y Namsíku en el Este, Nandú e Ibáui en el Oeste. Estos guardianes eternos, con la fuerza de los titanes, mantenían el equilibrio del mundo, mientras la Madre, sentada sobre una piedra flotante en el agua primordial, los cuidaba con devoción, alimentándolos y consolándolos para que nunca flaquearan.

Cada tierra tenía su propia Madre, su sol, su luna y sus estrellas, y en cada una habitaban seres únicos. Los gigantes moraban en la cima del universo, mientras que los enanos, los Noanayómang, se ocultaban en las profundidades, gobernados por Haba Núbia, su Madre protectora.

El sol de la tierra más alta, una vez cruel y ardiente, fue domado y colocado por Sintána en su posición actual, donde permanece inmóvil, eternamente en el momento de las nueve de la mañana. Para marcar el paso del día, un pájaro mágico canta al amanecer, anunciando el inicio de un nuevo ciclo.

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